Los últimos acontecimientos sociopolíticos y
electorales europeos hacen presagiar un auge del populismo
neoliberal, xenófobo, ultranacionalista y antieuropeo. El último
capítulo llega de la mano de Matteo Salvini y la Lega Norte en
Italia. Estos acontecimientos llegan en un contexto de crisis de la
representación política, del proyecto europeo y de las
socialdemocracias europeas. Agitando las emociones más básicas de
las gentes y un orgullo nacional excluyente, reivindicando para sí
como ejes del discurso el espacio de lo políticamente incorrecto,
estos movimientos consiguen conectar con los valores y emociones más
básicos de las clases populares. Europa vive una crisis sin
precedentes de su proyecto en común, con las derechas en auge y el
Brexit llamando a la puerta de la esquina
En los últimos años la
derecha neoliberal venía subrayando con insistencia que los valores
hegemónicos en la sociedad actual —esto es, la razón moral—
eran de izquierdas. Es lo que la derecha denomina como políticamente
correcto: valores y principios progresistas, como el
multiculturalismo o el respeto a la diversidad cultural, el discurso
de la igualdad de género, la defensa de lo público… Valores y
principios que según la derecha se han instalado como políticamente
correctos. En contraposición a esa ideología progresista, la
derecha propone como políticamente incorrectos un conjunto de
valores y principios “que no se pueden decir en público pero que
mucha gente piensa en privado”: realismo político, orden económico
liberal, social, demográfico y migratorio, seguridad ciudadana y
recuperación de la dignidad nacional. Traducido: defensa del statu
quo, retroceso y perdida de soberanía y derechos sociales,
ciudadanía excluyente, y derechos exclusivos para los “nacionales”.
Este espacio ha sido apropiado definitivamente por la derecha
neoliberal.
Hasta la mitad del siglo XX la izquierda designaba
como políticamente correcto aquellas posiciones ortodoxas
excesivamente académicas (Moira Weigl, The Guardian, 2016). Es en la
década de los 80 cuando desde la derecha empieza una ofensiva
ideológica donde lo políticamente correcto es usado irónicamente
contra los valores de la izquierda elitista y universitaria. Se
entiende lo políticamente correcto como un conjunto de ideas bonitas
sí, pero excesivamente idealistas, fantasiosas, carentes de realismo
político, demasiado abiertas y tolerantes al otro, y que anteponen
sus ideas a los problemas de la clase media baja sumida en una crisis
sin precedentes.
El neoliberalismo consigue instalar como marco
discursivo dominante lo siguiente: son los actores neoliberales
quienes dicen lo que públicamente no se puede decir, pero lo que la
gente realmente piensa. Este fenómeno sucede, sobre todo, en
cuestiones referidas a la economía, el multiculturalismo, la
inmigración y el feminismo. Las propuestas de cambio de la izquierda
suenan muy bien, pero son irrealizables: there is no alternative. La
tolerancia con respecto a los inmigrantes está bien, pero antepone
sus problemas a los de los “nacionales”. Por lo tanto, hablar
contra la inmigración o los inmigrantes es políticamente
incorrecto, pero conecta con las ideas erróneas extendidas
mayoritariamente de que “primero hay que ayudar al de aquí”, “no
hay espacio para todos”, “viven de nuestras cotizaciones”, etc.
Es pues, una constatación: estas ideas son
hegemónicas en nuestra sociedad. Lamentablemente, no son exclusivas
de las fuerzas reaccionarias, sino transversales y mayoritarias en
todas las capas de la población. La razón moral de la izquierda
europea, de serlo, es superficial, se sitúa en el terreno de lo
políticamente correcto; la derecha, en cambio, políticamente
incorrecta, conecta con el pensar de las capas populares.
El desarrollo de los imaginarios movilizadores
¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Cómo
responden los movimientos transformadores y fuerzas progresistas ante
este paradigma cultural? El fracaso de la socialdemocracia europea y
la apropiación política y cultural del sistema neoliberal sobre las
llamadas “políticas de la identidad” es un factor (no el único)
que ayuda a entender lo anterior.
Los imaginarios movilizadores
de las fuerzas transformadoras y la construcción del sujeto político
han visto diferentes articulaciones históricas en los últimos
siglos. El pueblo como sujeto revolucionario existe en las
revoluciones burguesas, para años más tarde, ya con el marxismo, se
rechaza y plantea al proletariado o a la clase trabajadora como el
sujeto estructural originariamente subordinado. Ese sujeto que, en el
transcurso del
siglo XX, y sobre todo en los años 60 y 70 (con el mayo francés del
68, las aportaciones del feminismo negro americano, etc.) se expande
a todos los sujetos oprimidos: negros, mujeres, homosexuales,
minorías, estudiantes… Se plantean entonces, desde su posición
subordinada, como palanca para el cambio.
Frente a la homogeneización del neoliberalismo,
diversidad. Un soplo de aire fresco: luchas que van a lograr
visibilizar sujetos no representados y relaciones de poder
estructurales que no se contemplaban hasta entonces. Pero su función
transformadora se va a complicar cuando la lógica cultural
postmoderna impone la pluralidad de identidades dentro de una lógica
de mercado, y aparece, entonces, el multiculturalismo de mercado y la
fragmentación de las luchas políticas, gestionadas por el
neoliberalismo de forma apolítica e inconexa.
Esta ideología llamada “identity politics”,
ha sido la nueva sociología cultural que desplazaba por un lado la
lectura de la lucha de clases, y por otro, las nuevas lecturas
populistas de articulación de nuevos sujetos. En ese contexto, hay
dos tendencias, más o menos importantes, que plantean volver a
viejos esquemas ya superados: por un lado, las ganas de superar la
fragmentación apelando a un sujeto (el de clase trabajadora)
precarizado y desposeído, no construido sino presente de manera
esencial en el terreno político. Y, por otro lado, fuerzas
centrífugas que prefieren resguardarse en las luchas identitarias
“particulares”, alegando su preeminencia con respecto a las demás
luchas.
Hay que subrayar que esa fragmentación y
políticas de identidad, achacada a los sectores de izquierda
postmoderna, son ya superados por los planteamientos del feminismo
negro de las décadas de los años 1970 y 1980 que aboga por la
articulación de los sectores oprimidos. En Euskal Herria, con la
articulación de la lucha de clases, la lucha nacional y la lucha
internacionalista en un mismo frente de lucha política e ideológica,
esa fragmentación ha sido prácticamente inexistente.
El debate central hoy, por lo tanto, responde a la
necesidad de la izquierda de acertar con articular movimientos
transformadores que superen la fragmentación y la gestión apolítica
de los conflictos sociales. Existen dos vías que pretenden ignorar
lo sucedido durante los últimos años, donde, los sujetos
transformadores que se han venido articulando desde la crisis
económica del 2007 superan dos lógicas de la izquierda apelando a
nuevos sujetos mayoritarios como el pueblo, el 99%, la gente humilde,
etc.: por un lado, nos encontramos con la melancolía de la
recuperación del sujeto de clase previamente constituido a cualquier
acto o construcción política; y, por otro lado, con la
fragmentación de las luchas transformadoras. Esos dos caminos
regresivos buscan dos soluciones contrapuestas: unos se centran en la
celebración y el impulso de las luchas autocentradas, con su propio
sujeto, su horizonte político propio, sin buscar ninguna
articulación política. Esa pulsión narcisista prefiere la
satisfacción de poseer la verdad de una doctrina antes de intentar
cambiar el mundo con los demás. Otros intentan desvelar la “trampa
de la diversidad” para volver a un sujeto previo, una unidad que no
se construye, sino que se desvela, que es la clase, la economía, o
las condiciones materiales.
Pero si esa fragmentación existente no se puede
superar con una vuelta a certezas pasadas, un atrincheramiento en
políticas de identidad tampoco puede ser la solución. Hay que
recordar, que el objetivo del neoliberalismo es precisamente dividir
a los sujetos emancipadores en luchas fragmentadas e inconexas.
La ética de la diversidad y el discurso
multicultural hegemónico
Los movimientos transformadores europeos tienen
varios retos por delante. Uno de ellos, es el de acertar a articular
demandas y movimientos dispersos para crear sujetos transformadores
mayoritarios unidos en una lucha en común. Otro de los grandes retos
es el del discurso de la ciudadanía y la inmigración, y la
reapropiación de lo políticamente incorrecto. El discurso
multiculturalista está prácticamente agotado y no tiene fuerza
ninguna para hacer frente al discurso xenófobo y clasista de la
derecha europea.
El discurso multiculturalista funciona como una
sociología cultural que viene a sustituir los nuevos discursos de
carácter populista articuladores de mayorías políticas
transformadoras y de carácter transversal. En el fondo de este
discurso está la celebración de la diversidad convertida en una
ética de la diferencia. Fundamentalmente, esta ética construye al
“otro” de forma bondadosa, para poder ser respetada y aceptada.
“Nosotros” (el blanco de clase media europeo) debemos ser
tolerantes y respetar al “otro” (migrante, gitano, magrebí o
clase baja). En definitiva: “nosotros” somos la comunidad, el
“otro” es el intruso, el de afuera. La izquierda acepta esta
construcción ideológica y se mueve dentro de ella.
La ideología de la tolerancia según la cual debo
respetar al otro para entenderlo es un chantaje liberal y
paternalista, pues es imposible entender totalmente al otro. El
diálogo entre culturas diferentes siempre genera conflicto, porque
son cosmovisiones, valores y principios morales y políticos los que
colisionan en un mismo espacio. El “otro” siempre es traumático
en nuestras vidas, sus practicas sociales y culturales nos “molestan”
cuando están demasiado cerca. Pero el problema no son las
incompatibilidades entre modos de vida diferentes, sino la
incompatibilidad entre nuestros deseos y aspiraciones como clase
media (pleno acceso a un trabajo, ayudas sociales… en definitiva,
el correcto funcionamiento del estado de bienestar) y la
imposibilidad de realizarlos. Esa imposibilidad de hacer efectivos
nuestros deseos son proyectados en el “otro”: es siempre el otro
quien goza de los deseos que nos están privando. Esto es: un miembro
de la clase baja media no puede gozar de los supuestos privilegios
que le provee el estado de bienestar (ayudas sociales, RGI…), y
proyecta en el otro (el magrebí, gitano, etc.) el pleno acceso a
ellos, para después responsabilizarlo de su no-goce de estos
supuestos privilegios.
En definitiva, con esa distinción entre
“nosotros” y “los otros”, el “otro” puede ser parte de
nuestra comunidad, siempre y cuando respete unas reglas de
convivencia que solo se le aplican a su “colectivo”. El otro solo
es aceptado como ciudadano si es bondadoso. Cabe notar, por lo tanto,
que esa condición selectiva muestra una concepción de ciudadanía
xenófoba y clasista: “puedes pertenecer a mi comunidad, mientras
cumplas mis reglas que son exclusivas para ti”. Para el resto de
los ciudadanos, igualdad ante la ley, y mismos derechos y
obligaciones. Las condiciones para ser parte de la comunidad no son
las mismas para todos: “nosotros” somos ciudadanos de pleno
derecho, no se nos acepta como diferentes, sino como ciudadanos. En
definitiva, el derecho a la diferencia como colectivo subsume el
derecho a la igualdad como ciudadanos. El “otro” es solo aceptado
como diferente, con la condición de que cumpla con los requisitos
sociales: si un vasco roba, le ponemos una denuncia; si un gitano
roba, lo queremos fuera de nuestra comunidad. Como decía el portavoz
Pascual Borja de la asociación por los derechos de los gitanos Gao
Lacho Dron, la xenofobia es selectiva y se levanta contra los menos
privilegiados, sobre todo cuando se ve impune.
El discurso multicultural no pone en jaque los
cimientos del clasismo y la xenofobia ni tampoco la construcción
excluyente de ciudadanía que es su condición de posibilidad. Una
vez más, la derecha marca los términos del debate y el concepto de
ciudadanía excluyente sale reforzado una y otra vez.
A fin de cuentas, el discurso multicultural
problematiza una cuestión de base xenófoba, racista y autoritaria
como un problema de tolerancia, despolitizando la cuestión
estructural de la explotación económica que genera estos problemas
y el carácter excluyente de las formulaciones ciudadanas que
sustentan el discurso xenófobo. En resumen: el discurso
multiculturalista no pone en duda la concepción excluyente de
ciudadanía. La llamada al respeto y la tolerancia en casos de
xenofobia y clasismo son mensajes post-políticos: no problematiza,
no politiza sobre el problema. Puesto que no es un problema de
respeto, sino una confrontación entre proyectos de ciudadanía
contrarios: una excluyente, y la otra, radicalmente democrática.
Todos los derechos para todas las personas
Decía Raul Zelik que “La izquierda abertzale
acertó”, y no le faltaba razón. La formulación del pueblo
trabajador vasco de alguna manera respondía de manera acertada al
problema que vengo describiendo en este artículo, el problema del
concepto de la ciudadanía.
La polis griega es el nacimiento de la ciudad
democrática (formal) en occidente y lugar de una de las primeras
formulaciones democráticas de ciudadanía. El ser humano, definido
por Aristóteles como zoon politicon, como animal político, era
quien participaba de la ciudad. Eran sujeto de derechos en cuanto
ciudadanos. Eran los esclavos y las mujeres quienes no formaban parte
de la ciudadanía, y, por lo tanto, carecían de derechos, eran
excluidos. El primer paso para la exclusión de algún colectivo, por
lo tanto, es su no condición de ciudadano.
En conclusión, es el momento de actualizar y
profundizar en la idea de una ciudadanía democrática, partiendo de
la base que he mencionado anteriormente. Todos los derechos para
todas las personas. Una formulación simple pero difícil en la
práctica política. Un principio vector que la izquierda debe volver
a situar en el centro del debate político.