Andoni Olariaga. Filósofo

2018-10-04

Multiculturalismo, ciudadanía y articulación política

El auge de la derecha y la reapropiación de lo políticamente incorrecto

Los últimos acontecimientos sociopolíticos y electorales europeos hacen presagiar un auge del populismo neoliberal, xenófobo, ultranacionalista y antieuropeo. El último capítulo llega de la mano de Matteo Salvini y la Lega Norte en Italia. Estos acontecimientos llegan en un contexto de crisis de la representación política, del proyecto europeo y de las socialdemocracias europeas. Agitando las emociones más básicas de las gentes y un orgullo nacional excluyente, reivindicando para sí como ejes del discurso el espacio de lo políticamente incorrecto, estos movimientos consiguen conectar con los valores y emociones más básicos de las clases populares. Europa vive una crisis sin precedentes de su proyecto en común, con las derechas en auge y el Brexit llamando a la puerta de la esquina

En los últimos años la derecha neoliberal venía subrayando con insistencia que los valores hegemónicos en la sociedad actual —esto es, la razón moral— eran de izquierdas. Es lo que la derecha denomina como políticamente correcto: valores y principios progresistas, como el multiculturalismo o el respeto a la diversidad cultural, el discurso de la igualdad de género, la defensa de lo público… Valores y principios que según la derecha se han instalado como políticamente correctos. En contraposición a esa ideología progresista, la derecha propone como políticamente incorrectos un conjunto de valores y principios “que no se pueden decir en público pero que mucha gente piensa en privado”: realismo político, orden económico liberal, social, demográfico y migratorio, seguridad ciudadana y recuperación de la dignidad nacional. Traducido: defensa del statu quo, retroceso y perdida de soberanía y derechos sociales, ciudadanía excluyente, y derechos exclusivos para los “nacionales”. Este espacio ha sido apropiado definitivamente por la derecha neoliberal.


Hasta la mitad del siglo XX la izquierda designaba como políticamente correcto aquellas posiciones ortodoxas excesivamente académicas (Moira Weigl, The Guardian, 2016). Es en la década de los 80 cuando desde la derecha empieza una ofensiva ideológica donde lo políticamente correcto es usado irónicamente contra los valores de la izquierda elitista y universitaria. Se entiende lo políticamente correcto como un conjunto de ideas bonitas sí, pero excesivamente idealistas, fantasiosas, carentes de realismo político, demasiado abiertas y tolerantes al otro, y que anteponen sus ideas a los problemas de la clase media baja sumida en una crisis sin precedentes.

El neoliberalismo consigue instalar como marco discursivo dominante lo siguiente: son los actores neoliberales quienes dicen lo que públicamente no se puede decir, pero lo que la gente realmente piensa. Este fenómeno sucede, sobre todo, en cuestiones referidas a la economía, el multiculturalismo, la inmigración y el feminismo. Las propuestas de cambio de la izquierda suenan muy bien, pero son irrealizables: there is no alternative. La tolerancia con respecto a los inmigrantes está bien, pero antepone sus problemas a los de los “nacionales”. Por lo tanto, hablar contra la inmigración o los inmigrantes es políticamente incorrecto, pero conecta con las ideas erróneas extendidas mayoritariamente de que “primero hay que ayudar al de aquí”, “no hay espacio para todos”, “viven de nuestras cotizaciones”, etc.

Es pues, una constatación: estas ideas son hegemónicas en nuestra sociedad. Lamentablemente, no son exclusivas de las fuerzas reaccionarias, sino transversales y mayoritarias en todas las capas de la población. La razón moral de la izquierda europea, de serlo, es superficial, se sitúa en el terreno de lo políticamente correcto; la derecha, en cambio, políticamente incorrecta, conecta con el pensar de las capas populares.


El desarrollo de los imaginarios movilizadores


¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Cómo responden los movimientos transformadores y fuerzas progresistas ante este paradigma cultural? El fracaso de la socialdemocracia europea y la apropiación política y cultural del sistema neoliberal sobre las llamadas “políticas de la identidad” es un factor (no el único) que ayuda a entender lo anterior.

Los imaginarios movilizadores de las fuerzas transformadoras y la construcción del sujeto político han visto diferentes articulaciones históricas en los últimos siglos. El pueblo como sujeto revolucionario existe en las revoluciones burguesas, para años más tarde, ya con el marxismo, se rechaza y plantea al proletariado o a la clase trabajadora como el sujeto estructural originariamente subordinado. Ese sujeto que, en el transcurso del siglo XX, y sobre todo en los años 60 y 70 (con el mayo francés del 68, las aportaciones del feminismo negro americano, etc.) se expande a todos los sujetos oprimidos: negros, mujeres, homosexuales, minorías, estudiantes… Se plantean entonces, desde su posición subordinada, como palanca para el cambio.

Frente a la homogeneización del neoliberalismo, diversidad. Un soplo de aire fresco: luchas que van a lograr visibilizar sujetos no representados y relaciones de poder estructurales que no se contemplaban hasta entonces. Pero su función transformadora se va a complicar cuando la lógica cultural postmoderna impone la pluralidad de identidades dentro de una lógica de mercado, y aparece, entonces, el multiculturalismo de mercado y la fragmentación de las luchas políticas, gestionadas por el neoliberalismo de forma apolítica e inconexa.


Esta ideología llamada “identity politics”, ha sido la nueva sociología cultural que desplazaba por un lado la lectura de la lucha de clases, y por otro, las nuevas lecturas populistas de articulación de nuevos sujetos. En ese contexto, hay dos tendencias, más o menos importantes, que plantean volver a viejos esquemas ya superados: por un lado, las ganas de superar la fragmentación apelando a un sujeto (el de clase trabajadora) precarizado y desposeído, no construido sino presente de manera esencial en el terreno político. Y, por otro lado, fuerzas centrífugas que prefieren resguardarse en las luchas identitarias “particulares”, alegando su preeminencia con respecto a las demás luchas.

Hay que subrayar que esa fragmentación y políticas de identidad, achacada a los sectores de izquierda postmoderna, son ya superados por los planteamientos del feminismo negro de las décadas de los años 1970 y 1980 que aboga por la articulación de los sectores oprimidos. En Euskal Herria, con la articulación de la lucha de clases, la lucha nacional y la lucha internacionalista en un mismo frente de lucha política e ideológica, esa fragmentación ha sido prácticamente inexistente.

El debate central hoy, por lo tanto, responde a la necesidad de la izquierda de acertar con articular movimientos transformadores que superen la fragmentación y la gestión apolítica de los conflictos sociales. Existen dos vías que pretenden ignorar lo sucedido durante los últimos años, donde, los sujetos transformadores que se han venido articulando desde la crisis económica del 2007 superan dos lógicas de la izquierda apelando a nuevos sujetos mayoritarios como el pueblo, el 99%, la gente humilde, etc.: por un lado, nos encontramos con la melancolía de la recuperación del sujeto de clase previamente constituido a cualquier acto o construcción política; y, por otro lado, con la fragmentación de las luchas transformadoras. Esos dos caminos regresivos buscan dos soluciones contrapuestas: unos se centran en la celebración y el impulso de las luchas autocentradas, con su propio sujeto, su horizonte político propio, sin buscar ninguna articulación política. Esa pulsión narcisista prefiere la satisfacción de poseer la verdad de una doctrina antes de intentar cambiar el mundo con los demás. Otros intentan desvelar la “trampa de la diversidad” para volver a un sujeto previo, una unidad que no se construye, sino que se desvela, que es la clase, la economía, o las condiciones materiales.

Pero si esa fragmentación existente no se puede superar con una vuelta a certezas pasadas, un atrincheramiento en políticas de identidad tampoco puede ser la solución. Hay que recordar, que el objetivo del neoliberalismo es precisamente dividir a los sujetos emancipadores en luchas fragmentadas e inconexas.

La ética de la diversidad y el discurso multicultural hegemónico


Los movimientos transformadores europeos tienen varios retos por delante. Uno de ellos, es el de acertar a articular demandas y movimientos dispersos para crear sujetos transformadores mayoritarios unidos en una lucha en común. Otro de los grandes retos es el del discurso de la ciudadanía y la inmigración, y la reapropiación de lo políticamente incorrecto. El discurso multiculturalista está prácticamente agotado y no tiene fuerza ninguna para hacer frente al discurso xenófobo y clasista de la derecha europea.

El discurso multiculturalista funciona como una sociología cultural que viene a sustituir los nuevos discursos de carácter populista articuladores de mayorías políticas transformadoras y de carácter transversal. En el fondo de este discurso está la celebración de la diversidad convertida en una ética de la diferencia. Fundamentalmente, esta ética construye al “otro” de forma bondadosa, para poder ser respetada y aceptada. “Nosotros” (el blanco de clase media europeo) debemos ser tolerantes y respetar al “otro” (migrante, gitano, magrebí o clase baja). En definitiva: “nosotros” somos la comunidad, el “otro” es el intruso, el de afuera. La izquierda acepta esta construcción ideológica y se mueve dentro de ella.

La ideología de la tolerancia según la cual debo respetar al otro para entenderlo es un chantaje liberal y paternalista, pues es imposible entender totalmente al otro. El diálogo entre culturas diferentes siempre genera conflicto, porque son cosmovisiones, valores y principios morales y políticos los que colisionan en un mismo espacio. El “otro” siempre es traumático en nuestras vidas, sus practicas sociales y culturales nos “molestan” cuando están demasiado cerca. Pero el problema no son las incompatibilidades entre modos de vida diferentes, sino la incompatibilidad entre nuestros deseos y aspiraciones como clase media (pleno acceso a un trabajo, ayudas sociales… en definitiva, el correcto funcionamiento del estado de bienestar) y la imposibilidad de realizarlos. Esa imposibilidad de hacer efectivos nuestros deseos son proyectados en el “otro”: es siempre el otro quien goza de los deseos que nos están privando. Esto es: un miembro de la clase baja media no puede gozar de los supuestos privilegios que le provee el estado de bienestar (ayudas sociales, RGI…), y proyecta en el otro (el magrebí, gitano, etc.) el pleno acceso a ellos, para después responsabilizarlo de su no-goce de estos supuestos privilegios.


En definitiva, con esa distinción entre “nosotros” y “los otros”, el “otro” puede ser parte de nuestra comunidad, siempre y cuando respete unas reglas de convivencia que solo se le aplican a su “colectivo”. El otro solo es aceptado como ciudadano si es bondadoso. Cabe notar, por lo tanto, que esa condición selectiva muestra una concepción de ciudadanía xenófoba y clasista: “puedes pertenecer a mi comunidad, mientras cumplas mis reglas que son exclusivas para ti”. Para el resto de los ciudadanos, igualdad ante la ley, y mismos derechos y obligaciones. Las condiciones para ser parte de la comunidad no son las mismas para todos: “nosotros” somos ciudadanos de pleno derecho, no se nos acepta como diferentes, sino como ciudadanos. En definitiva, el derecho a la diferencia como colectivo subsume el derecho a la igualdad como ciudadanos. El “otro” es solo aceptado como diferente, con la condición de que cumpla con los requisitos sociales: si un vasco roba, le ponemos una denuncia; si un gitano roba, lo queremos fuera de nuestra comunidad. Como decía el portavoz Pascual Borja de la asociación por los derechos de los gitanos Gao Lacho Dron, la xenofobia es selectiva y se levanta contra los menos privilegiados, sobre todo cuando se ve impune.

El discurso multicultural no pone en jaque los cimientos del clasismo y la xenofobia ni tampoco la construcción excluyente de ciudadanía que es su condición de posibilidad. Una vez más, la derecha marca los términos del debate y el concepto de ciudadanía excluyente sale reforzado una y otra vez.

A fin de cuentas, el discurso multicultural problematiza una cuestión de base xenófoba, racista y autoritaria como un problema de tolerancia, despolitizando la cuestión estructural de la explotación económica que genera estos problemas y el carácter excluyente de las formulaciones ciudadanas que sustentan el discurso xenófobo. En resumen: el discurso multiculturalista no pone en duda la concepción excluyente de ciudadanía. La llamada al respeto y la tolerancia en casos de xenofobia y clasismo son mensajes post-políticos: no problematiza, no politiza sobre el problema. Puesto que no es un problema de respeto, sino una confrontación entre proyectos de ciudadanía contrarios: una excluyente, y la otra, radicalmente democrática.

Todos los derechos para todas las personas


Decía Raul Zelik que “La izquierda abertzale acertó”, y no le faltaba razón. La formulación del pueblo trabajador vasco de alguna manera respondía de manera acertada al problema que vengo describiendo en este artículo, el problema del concepto de la ciudadanía.

La polis griega es el nacimiento de la ciudad democrática (formal) en occidente y lugar de una de las primeras formulaciones democráticas de ciudadanía. El ser humano, definido por Aristóteles como zoon politicon, como animal político, era quien participaba de la ciudad. Eran sujeto de derechos en cuanto ciudadanos. Eran los esclavos y las mujeres quienes no formaban parte de la ciudadanía, y, por lo tanto, carecían de derechos, eran excluidos. El primer paso para la exclusión de algún colectivo, por lo tanto, es su no condición de ciudadano.

En conclusión, es el momento de actualizar y profundizar en la idea de una ciudadanía democrática, partiendo de la base que he mencionado anteriormente. Todos los derechos para todas las personas. Una formulación simple pero difícil en la práctica política. Un principio vector que la izquierda debe volver a situar en el centro del debate político.